El gran predicador dominico Juan Tauler (1294 – 1361), a pesar de la reputación que tenía en Alemania a causa de sus sermones, de su ciencia y de su caridad, se sentía insatisfecho en su corazón. Él se preguntaba si había algo mejor. Y conjuraba al Señor para que le enviara a alguno de sus servidores para que le enseñara el camino más corto y más seguro de la verdadera perfección.
Un día vio en el umbral de una Iglesia, entre los mendigos que aguardaban la limosna, a un pobre al que apenas cubrían unos pocos harapos, cuya sola visión incitaba a la piedad. Sobrecogido de compasión, Tauler se acercó a aquel desdichado y lo saludo con ternura.
— Buenos días amigo mío.
— Gracias, maestro —contestó el pobre— pero nunca he tenido un mal día.
Creyendo Tauler que el pobre no le había entendido, le repitió:
— Te deseo que tengas un buen día, te deseo que seas feliz y que tengas todo lo que puedas desear.
— Gracias al Señor siempre he sido feliz. Todavía no se lo que es ser desdichado.
— Querría Dios que después de la felicidad que dices gozar, consigas además la felicidad eterna, pero te confieso que no llego a comprender muy bien el sentido de tus palabras, ¿podrías explicármelas con mayor claridad?
— Es muy sencillo maestro —le contestó aquel pobre hombre—, está muy claro, nunca he tenido un mal día porque sé que Dios es sabio, justo y bueno y que nada ocurre sin su voluntad o su consentimiento. Cuando el hambre me apremia, alabo al Señor; y si padezco frío, o cae granizo, nieve o lluvia, si el viento es suave o sopla durante la tormenta, yo alabo al Señor. Y si me hallo en la miseria y soy despreciado, también alabo al Señor, y de ese modo no hay día triste para mí. He aprendido a vivir con Dios y estoy seguro que todo lo que hace es siempre lo mejor.
Así que cuando Dios me da alguna cosa o permite en mi un acontecimiento agradable o penoso, benigno o doloroso, dichoso o triste, lo acepto como si fuera lo mejor, y de ese modo soy siempre feliz. He decidido aferrarme únicamente a la voluntad de Dios, abandonando en Él la mía propia: todo lo que quiere, lo quiero yo también; por eso nunca he sido desdichado, puesto que quiero aferrarme únicamente a su voluntad, y la mía está completamente fundida en la suya.
Tauler lloró en silencio. Nunca había oído un sermón semejante, pero aún intentó llegar más lejos de sus preguntas.
— ¿Dónde has encontrado a Dios?
— Lo he encontrado donde he dejado a las criaturas.
— Pero, ¿Quién eres?
— Soy rey.
— ¿Y dónde está tu reino?
— En mi alma, donde todo lo conservo en buen orden: las pasiones sometidas a la razón, y la razón sometida a Dios.
El sabio dominico había agotado sus argumentos, aunque aún aventuro una pregunta:
— ¿Qué te ha conducido a perfección tan elevada?
– El silencio...
El silencio para conversar con Dios.
El silencio y la unión íntima con mi amado Señor, pues en Él he encontrado la paz, y la he encontrado para siempre.
Tauler se quito el manto y se lo dio al pobre junto con la única moneda que le quedaba en la bolsa, abrazándolo luego de todo corazón. Y dio gracias a Dios por haberle mostrado la manera mas perfecta de servirlo. A partir de entonces imitara en lo posible a aquel santo pobre y, al recordar aquella aventura conmovedora, acostumbrara a decir en sus sermones lo que sigue: “La felicidad es posible en el corazón, y no en otro lugar; se halla en la ‘disposición’ y no en la ‘situación’”.
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