La ley, para muchos tiene una connotación negativa, algo que ha de cumplirse. Hemos nacido en la ley, normas que nos dicen lo que debemos hacer y lo que debemos evitar. Pero la ley, para el cristiano, viene de un contexto mucho más profundo.
Dios, eligió de entre todas las naciones de la tierra a un pueblo, el que vendría a ser Su pueblo: Israel. No era el mejor de todos, ni el más numeroso, pero era el elegido. Había prometido a algunos de los hombres de este pueblo, hacerlo poderoso y darles, en el tiempo, un gran profeta, quien llevaría su Palabra al mundo. Cumpliendo su promesa, después de muchos años habiendo Israel caído en la esclavitud, decide escuchar sus lamentos y liberarlo. Con grandes prodigios y poder, lo sacó de Egipto y lo llevó al desierto, y caminó con ellos durante 40 años, su destino: la tierra prometida, Canaán.
Siempre presente, los guiaba con la nube durante el día y con el fuego durante la noche. El Todopoderoso iba delante, velando por ellos, alimentándolos, animándolos, presentándoles desafíos para que acudieran a Él y El mismo pudiera proveerles de todo. Este pueblo, no podía entender en sus corazones la magnitud del amor de este Dios, y era bastante ingrato en su proceder, pero Dios era fiel, y permanecía día y noche, delante de los suyos.
Israel iba conquistando cada nación como se lo había prometido Dios, se hizo un pueblo numeroso y poderoso. Bajo la nube, Dios, no solo se reveló como el Dios altísimo, el Dios de todo lo creado, el que era, es y será, también entregó escrita en piedra, su propia ley, en piedra para que fuera permanente e invulnerable por los siglos de los siglos. Este era el secreto de la vida que debía respetarse. Se la entregó a Su pueblo, para que, cumpliéndola, pudieran vivir dignamente, pudieran mantener su libertad y poseer la tierra prometida.
Cumpliendo la ley, mantendrían su libertad, su bienestar y la tierra. Incumplían la ley, aquella que les permitía vivir dignamente como nación santa de Dios, y encontrarían indefectiblemente la esclavitud y la miseria.
Las cosas hoy no son diferentes, la ley de Dios es permanente, grabada en piedra, su vigencia es eterna, si cumplimos la ley, escogemos la vida, la ley nos invita a reencontrarnos con Dios que viene siempre a nosotros. La promesa sigue vigente, hemos crecido en cantidad hasta hacernos una nación tan numerosa como numerosas son las estrellas del cielo; y somos Su pueblo peregrino.
Aquellas palabras grabadas en piedra resuenan así:
“Escucha Pueblo mío: Yo soy Tu Dios, el que te sacó de la esclavitud, aquí estoy, este es el decálogo bajo el que debes vivir tus días:
Primero, Ama a Dios sobre todas las cosas, no deberás tener nada más valioso en tu vida que Yo, reconócete pequeño, alejando tu mirada de ti, me encontrarás como Padre, segundo, no tomes mi nombre en vano, estaré siempre a tu lado, soy testigo de tus días, no faltes a tu Dios, tu Padre, tercero, santifica las fiestas, hazte Mi pueblo dando gracias por las bendiciones, dones y gracias que recibes, esto te convertirá en mi hijo muy querido, cuarto, honra a tu padre y a tu madre, obedece, esto te enseñará a ser agradecido con aquellos que te dieron la vida, quinto, no matarás, no acabarás con la vida de ninguno de tus hermanos, porque la vida me pertenece, yo, creador de la vida, la concibo y la formo y tengo contado los días de cada uno de mis hijos, sexto, no cometerás actos impuros, aléjate de esas costumbres aprendidas de otros pueblos, son ajenas al mío, que es santo y camina hacia la santidad, Tu eres Mi pueblo, séptimo, no robarás, así como proveí cuando atravesaste el desierto, en este peregrinar, Dios tu Padre, te proveerá, en mi tendrás en abundancia porque “tú eres mi hijo, no mi esclavo”, octavo, no darás falso testimonio ni mentirás, tu Dios es Dios de la verdad, la mentira es obra del príncipe de la mentira, lleva la verdad por delante, noveno, no consentirás pensamientos impuros, no negociarás con nada que te haga impuro, yo soy un Dios fiel en amor, igualmente lo serás tú, porque solo Dios es perfecto y a la misma perfección en el amor has sido llamado, décimo, no codiciarás los bienes ajenos, yo soy tu mayor bien y tu corazón deberá estar puesto en mí”.
“Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo a otro del cielo palabra tan grande como esta? ¿Se oyó algo semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído la voz del Dios vivo hablando de en medio del fuego, y haya sobrevivido?” (Dt. 4, 32 – 33)
Cf. GARCIA L. Félix, El Decálogo, pág. 57
Cf. ibid, pág. 53
Lorena Moscoso
Luz El Trigal
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