Recientemente hablando con un grupo de gente acerca de las necesidades de los jóvenes de hoy, una compañera, guía de varias familias, decía algo que caló hasta lo más hondo de mis huesos, “lo que necesitan los jóvenes de hoy son unos padres”.
El salón quedó en silencio por unos cuantos segundos. Quedé sin palabras, no se trata solamente de jóvenes sin guías, solitarios y deprimidos; se trata de que ésta ausencia desencadena conflictos gravísimos en la integridad de nuestra persona y en la sociedad.
Muchos tienen un hogar con padres físicamente presentes pero que tienen una actitud distante hacia sus hijos, padres que, al llegar a sus hogares, continúan ocupados.
Los niños, que tanto necesitan de esa mirada cercana, llegan de pronto a una adolescencia desprendida de lo fundamental, de la guía, del calor, de las palabras y de la mirada de sus padres. Pierden la capacidad de crear vínculos profundos necesarios y habilidades para interactuar en el mundo.
Para todos es necesario tener diálogos internos, redescubrir quiénes somos, qué somos, a dónde apuntamos. Estos jóvenes necesitan tener un punto de equilibrio al que puedan volver una y otra vez, un hogar que pueda darles la serenidad para analizar el entorno y que puedan renovar su energía para enfrentar los desafíos de la vida. Necesitamos un descanso seguro, donde los padres puedan resolver las dudas y los jóvenes dormir tranquilos teniendo la certeza de saberse amados y contenidos.
Habrá algunos que estén en aquella situación cuyos padres los descuidan o que no los tengan. Otros, sentirán que no tienen un hogar a donde llegar. Lo cierto es que, con padres o sin padres, cada vez son más los jóvenes perdidos y las familias fragmentadas.
Independientemente de nuestras circunstancias, debemos saber que el mundo parece ser cada vez menos un lugar donde sentirse seguro, en todo momento nos faltará la atención o el amor de alguien, pero de ninguna manera debemos sentirnos desanimados pues somos poseedores de un bien mayor e inseparable de nuestra condición.
Desde nuestra concepción, hemos sido rodeados de amor y de una familia a la que pertenecemos por herencia con un Padre que nos ha perseguido de cerca hasta el hartazgo, una madre que se quedó entre nosotros, a pesar de que partió hace mucho, y un hermano, que nos va marcando el horizonte con un corazón traspasado de amor. Para muchos esta realidad es muy distante, pero para los que han tomado en sentido literal esta verdad, han encontrado el abismo de un amor que los desborda. Aquellos que viven esta experiencia se han encontrado de frente con su padre y se han hecho hijos suyos.
En esta familia siempre tenemos un lugar, siempre se nos espera.
Cada palabra de Dios en Su hijo, es una declaración de amor hacia el hombre, incondicional y perfecta. Todo lo que rodea a Cristo es parte sustancial de ese amor expresado por Dios. María madre, nos busca, nos reúne, nos sienta a la mesa, para rodearnos del amor de Cristo, para sabernos miembros de esta familia.
No se trata de una idea de amor para tener en cuenta. Quisiera tener la capacidad para encontrar las palabras que puedan describir este “estar en Dios” sin que importe realmente las circunstancias que nos afecten.
El hombre continuamente pide pruebas de amor que puedan verse, tocarse para poder creer. Sin embargo, el amor que nos expresa Dios no se percibe físicamente en un primer momento, es un estar interior en el que conoces su mirada, escuchas su llamado y por, sobre todo, te sabes en sus brazos cada segundo de tu vida. No sentirás que El empieza a amarte, sentirás que tú empiezas a verlo, Él siempre está.
Para el cristiano, no puede existir la soledad, él vive permanentemente enamorado de esa mirada. Así, la imperfección de lo que nos rodea tiene su perfección en Dios.
Dios no empezó a amarnos en un momento, su amor por nosotros estaba antes de que existiéramos.
Entonces, ¿Dónde estamos buscando? ¿Seguimos escarbando en la basura de un mundo que no puede darnos nada?
Lorena Moscoso
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